Fuente: Palabra Nueva.net
por Orlando Márquez
Algo se mueve en este país, aunque no se puede precisar con exactitud qué, ni hacia dónde… Más de uno ha dicho que nada ha cambiado y nada cambiará. Sin embargo, la Cuba de 2010 no fue igual a la de 2000, y menos lo será la de 2011. Pareciera que el lenguaje tampoco ayuda a comprender si en lugar de reforma económica hablamos de actualización del modelo económico, o si oficialmente se prefiere usar el término reordenamiento en vez de cambio, o si escuchamos que es necesario eliminar subsidios y un millón de puestos de trabajo para tener un mejor socialismo. Es difícil precisar qué ha cambiado, o cómo hemos cambiado, pero ya no somos los mismos.
Mucho tienen que ver los movimientos económicos anunciados de un tiempo a esta parte. Realmente son tan incipientes que se hace difícil, por ahora, hablar de algo más que anuncios. Y no importa el nombre que se les dé si funcionan o permiten lograr lo anunciado. Pero he aquí el nacimiento de otra duda y, de hecho, origen de nuevas contradicciones, nada extraño ante la nueva realidad, pero que de igual modo demandará nueva respuesta.
Se notifica el cese del despilfarro estatal, el reordenamiento laboral y la emancipación del cuentapropismo que ya no será sinónimo de lacra o parasitismo social, entre otras cosas, y eso no está mal. Pero el susto de unos y el escepticismo de otros surge cuando los unos, siguiendo el viejo “manual del usuario” del modelo soviético, se preocupan en exceso y expresan su alarma porque los cuentapropistas, los otros, se pueden volver “ricos” y ya no serían como los demás, o como ellos, o como yo, que tampoco soy cuentapropista. Es cierto que veremos, inevitablemente, una diferenciación más marcada entre quienes conformamos la sociedad cubana, pero que sea más evidente en el futuro no significa que no exista ya, o no haya existido antes, por otras razones.
Creo que esa aceptación del otro como cuentapropista, pequeño empresario o nuevo “rico” si alguien prefiere llamarle así, debe ir permeando la sociedad cubana, aunque no todos comprendan. Si los planes que se anuncian en materia económica van en serio, debemos asumir y aceptar que el fin del igualitarismo significa, por el mismo hecho, el inicio de las diferencias en la legalidad. El fin del Estado paternalista hará que algunos se sientan huérfanos y otros liberados. Debemos prepararnos para una nueva realidad, la de ganarse la vida con el esfuerzo propio después de tantos años esperándolo todo –aunque el todo no fuera tanto – del Estado, ciertamente no por voluntad propia, sino porque eso decía el “manual”, y tal vez más de uno recordará el viejo bolero por haberse acostumbrado a todas esas cosas: “¿por qué no me enseñaste cómo se vive sin ti?” Y, efectivamente, creo que el tránsito exige que el Estado ayude a los ciudadanos a transitar.
Los primeros momentos serán duros, inevitablemente duros, por ello es importante el consenso, el uso óptimo del tiempo, la transparencia del proceso y la decisión de llevarlo adelante con la flexibilidad necesaria. Porque aun sin llegar a las transformaciones políticas de Europa del Este, no faltarán entre nosotros los que añoren dentro de un año el pasado reciente de la libreta de racionamiento –cuando ya no exista– o el comedor en la empresa; pero el asunto es que tienen razón, precisamente, quienes impulsan las reformas o la “actualización del modelo”. No se trata de sueños ni de antojos de revisión ideológica sino de economía, y fue la economía –no otra cosa– la que arrasó con el socialismo real. No hubo traición. El modelo, tal como indicaba el “manual”, se sostuvo solo a base de voluntades alucinadas y alucinantes que, en su afán por ignorar la realidad económica, no hacían otra cosa que hundirlo en la agonía junto a la amplia mayoría de los ciudadanos. Pero ahora la agonía podría percibirse por el desamparo que sentirán algunos si no se crean las condiciones o recursos para atenuarlo.
De modo que en los próximos tiempos, si se cumple el programa, podríamos ver unos cubanos más “ricos” y otros más pobres, al menos hasta que las aguas vayan tomando su nivel. Y, vaya paradoja, la brecha de la diferencia podría disminuir, precisamente, socializando la riqueza mediante una política impositiva que fuerce a los más aventajados a contribuir con los menos aventajados, en otras palabras, tendremos necesidad de los “ricos” y las riquezas que puedan crear para no volver a desfondar al Estado. Y ¿acaso es malo desarrollar y tener una riqueza nacional que sustituya o disminuya la necesidad de apelar a una riqueza extranjera? Tal como se piensa hoy en la sustitución de importaciones, habría que ir pensando a mediano y largo plazo en la sustitución –no hablo de desaparición– de las inversiones foráneas con el uso de inversiones nacionales siempre que fuere posible, sean estatales, de cooperativas o privadas.
La liebre salta entre nosotros por donde se esperaba, pero es necesario ir destronando la inquietud, porque es difícil que alguien pueda convertirse en rico vendiendo pizzas, chapisteando un carro o dando clases de inglés. Tal vez gane más que el médico, pero ese/a trabajador por cuenta propia, o pequeño empresario/a si fuere el caso, no es responsable del salario del médico o del maestro. Y si tiene una “paladar” y gana más, mucho más que el deportista o el ingeniero, no debe ser reprochado por ello. Si roba y se prueba el robo, para eso están las leyes, y si no es así y paga impuestos, ¿dónde está el pecado?
Yo sí creo que Jesús dijo aquello de que es más fácil ver pasar un camello por el ojo de una aguja que ver entrar un rico en el Reino de los cielos; pero no por creer esto estimo que sea imposible. Incluso puede que algunos ricos se adelanten a otros no tan ricos a gozar de la vida eterna. Después de todo, ni siquiera Jesús condenó al joven rico del evangelio y más bien nos permite concluir que se podría condenar a sí mismo por hacer de la riqueza lo más importante de su vida. El mal no está en la riqueza o en la pobreza, sino en el modo de vivir esas realidades, y en la honradez y la bondad que imprimamos a nuestras vidas, sea de ricos o de pobres. Si bien se pone en dudas el origen de muchas riquezas, no se debe dudar del buen origen de otras o del buen uso que le dan algunos dueños.
El término rico se refiere, en materia de economía personal, a alguien que tiene mucho dinero o muchos bienes. ¿Cómo poder medir esto? No es tan fácil si toda la supuesta riqueza no puede ser estimada, máxime en nuestra sociedad donde las irregularidades y el “resolver” se han convertido ya, prácticamente, en la regularidad, mientras determinados puestos laborales de influencia pueden incluir jugosas ventajas paralelas para quien no es cuentapropista. Dicho lo anterior, vale indicar ahora que el adjetivo rico ha adquirido en nuestro país una carga negativa inmerecida. El más mínimo indicio de apartamiento del patrón económico general, del estándar igualitarista bacteriano que hemos padecido, es decir que alguien pueda vivir por encima de la libreta de racionamiento, sea porque ingresa dos mil o diez mil pesos al mes, es para algunos un pecado social terrible, un vicio repugnante que merece el castigo o, cuando menos, la puesta en duda de la honradez de tal persona. No importa si cultiva con éxito sudoroso un campo de cebollas o una cría de cerdos, o si arriesgó sus ahorros en una inversión que satisface una demanda creciente, para el celoso “compañero”, el supuesto rico es un ciudadano peligroso, una amenaza para la sociedad, sin pensar que tal modo de concebir la naturaleza y comunidad humanas nos ha conducido precisamente al punto en que nos encontramos hoy.
Oponerse al “rico” solo porque es rico –aunque en realidad no sea tan rico o no se considere cómo alcanzó la “riqueza” o en qué la emplea– puede tener su origen en una convicción ideológica errada o simplemente en la envidia, entre otras causas, pero en la práctica tal oposición solo ofrece una alternativa: llevar al rico a la posición contraria a la que ocupa o impedir el surgimiento de un empresariado privado exitoso, y en esto no hay medias tintas, pues el antónimo de rico es pobre. Ergo, de alguna forma, al invocar el castigo o las sospechas sobre el nuevo rico, pudiéramos estar abogando, sin quererlo tal vez, por la primacía del pobre y la pobreza. Y, como queda demostrado, así no evitamos el robo, la riqueza ilegal de algunos y por tanto la desigualdad, aunque todos tengamos la misma libreta de racionamiento. De modo que la propuesta no debe ser castigar al exitoso y premiar al menos afortunado o incapaz, sino dar iguales oportunidades, y de eso sí hemos oído bastante. Basta cumplirlo al pie de la letra.
Como católico, no creo que “enriquecerse es glorioso” –idea esta atribuida al reformista chino Den Xiao Pin–, porque veo la gloria en una realidad trascendente a la nuestra, pero sí estimo que procurar con honradez y transparencia un país más rico es una necesidad en este mundo. Si hay condiciones y recursos para ello –tanto naturales como humanos– aspirar a menos es una muestra de mediocridad lamentable. Medidas que eviten el monopolio, y un justo sistema tributario, no están mal siempre que el Estado permita la igualdad de competencias; pero poner límites ideológicos a la capacidad e iniciativa individual es contraproducente para el verdadero progreso. Para que nuestro país sea más rico necesitamos crear riqueza, y esta no se crea solo con escuelas y hospitales, sino además con la capacidad de generarla aprovechando esa cultura e instrucción acumuladas en ciudadanos saludables, lo cual no está reñido con la soberanía, la independencia y la dignidad del país.
Ciertamente la generación de riquezas, y el surgimiento de nuevos “ricos”, puede representar un desafío de orden ético o legal diferente, pero la pobreza extendida no resulta menos desafiante o peligrosa para nuestra sociedad. Y la sociedad será más segura cuando los ciudadanos hayan alcanzado un nivel de vida acorde a sus posibilidades y aspiraciones sin perjuicio de otros. Cuba no debe darse más el lujo de resignarse a esperar solo préstamos o comprensión de los acreedores, abrirse exclusivamente a la inversión extranjera en detrimento de una potencial inversión nacional, o mirar con indiferencia cómo los cubanos buscan en el exterior la oportunidad de desarrollar los talentos que el propio país que los ayudó a adquirirlos les impide desplegar dentro de sus fronteras.
Los pasos dados hasta ahora y los enunciados en los Lineamientos, después de inevitables y duros reajustes iniciales nos pueden conducir por mejor camino. Mas llegará un momento en que la realidad imponga nuevas demandas a las que habrá que responder –como ahora– con decisión, como esta de acumular y reproducir mayor riqueza nacional. Quizás necesitemos entonces nuevos lineamientos o actualizaciones del modelo, y es muy probable que para ello necesitemos también una nueva y actualizada clase política movida por un sano orgullo nacional, apegada a la ley justa y sin miedo a la riqueza.
por Orlando Márquez
Algo se mueve en este país, aunque no se puede precisar con exactitud qué, ni hacia dónde… Más de uno ha dicho que nada ha cambiado y nada cambiará. Sin embargo, la Cuba de 2010 no fue igual a la de 2000, y menos lo será la de 2011. Pareciera que el lenguaje tampoco ayuda a comprender si en lugar de reforma económica hablamos de actualización del modelo económico, o si oficialmente se prefiere usar el término reordenamiento en vez de cambio, o si escuchamos que es necesario eliminar subsidios y un millón de puestos de trabajo para tener un mejor socialismo. Es difícil precisar qué ha cambiado, o cómo hemos cambiado, pero ya no somos los mismos.
Mucho tienen que ver los movimientos económicos anunciados de un tiempo a esta parte. Realmente son tan incipientes que se hace difícil, por ahora, hablar de algo más que anuncios. Y no importa el nombre que se les dé si funcionan o permiten lograr lo anunciado. Pero he aquí el nacimiento de otra duda y, de hecho, origen de nuevas contradicciones, nada extraño ante la nueva realidad, pero que de igual modo demandará nueva respuesta.
Se notifica el cese del despilfarro estatal, el reordenamiento laboral y la emancipación del cuentapropismo que ya no será sinónimo de lacra o parasitismo social, entre otras cosas, y eso no está mal. Pero el susto de unos y el escepticismo de otros surge cuando los unos, siguiendo el viejo “manual del usuario” del modelo soviético, se preocupan en exceso y expresan su alarma porque los cuentapropistas, los otros, se pueden volver “ricos” y ya no serían como los demás, o como ellos, o como yo, que tampoco soy cuentapropista. Es cierto que veremos, inevitablemente, una diferenciación más marcada entre quienes conformamos la sociedad cubana, pero que sea más evidente en el futuro no significa que no exista ya, o no haya existido antes, por otras razones.
Creo que esa aceptación del otro como cuentapropista, pequeño empresario o nuevo “rico” si alguien prefiere llamarle así, debe ir permeando la sociedad cubana, aunque no todos comprendan. Si los planes que se anuncian en materia económica van en serio, debemos asumir y aceptar que el fin del igualitarismo significa, por el mismo hecho, el inicio de las diferencias en la legalidad. El fin del Estado paternalista hará que algunos se sientan huérfanos y otros liberados. Debemos prepararnos para una nueva realidad, la de ganarse la vida con el esfuerzo propio después de tantos años esperándolo todo –aunque el todo no fuera tanto – del Estado, ciertamente no por voluntad propia, sino porque eso decía el “manual”, y tal vez más de uno recordará el viejo bolero por haberse acostumbrado a todas esas cosas: “¿por qué no me enseñaste cómo se vive sin ti?” Y, efectivamente, creo que el tránsito exige que el Estado ayude a los ciudadanos a transitar.
Los primeros momentos serán duros, inevitablemente duros, por ello es importante el consenso, el uso óptimo del tiempo, la transparencia del proceso y la decisión de llevarlo adelante con la flexibilidad necesaria. Porque aun sin llegar a las transformaciones políticas de Europa del Este, no faltarán entre nosotros los que añoren dentro de un año el pasado reciente de la libreta de racionamiento –cuando ya no exista– o el comedor en la empresa; pero el asunto es que tienen razón, precisamente, quienes impulsan las reformas o la “actualización del modelo”. No se trata de sueños ni de antojos de revisión ideológica sino de economía, y fue la economía –no otra cosa– la que arrasó con el socialismo real. No hubo traición. El modelo, tal como indicaba el “manual”, se sostuvo solo a base de voluntades alucinadas y alucinantes que, en su afán por ignorar la realidad económica, no hacían otra cosa que hundirlo en la agonía junto a la amplia mayoría de los ciudadanos. Pero ahora la agonía podría percibirse por el desamparo que sentirán algunos si no se crean las condiciones o recursos para atenuarlo.
De modo que en los próximos tiempos, si se cumple el programa, podríamos ver unos cubanos más “ricos” y otros más pobres, al menos hasta que las aguas vayan tomando su nivel. Y, vaya paradoja, la brecha de la diferencia podría disminuir, precisamente, socializando la riqueza mediante una política impositiva que fuerce a los más aventajados a contribuir con los menos aventajados, en otras palabras, tendremos necesidad de los “ricos” y las riquezas que puedan crear para no volver a desfondar al Estado. Y ¿acaso es malo desarrollar y tener una riqueza nacional que sustituya o disminuya la necesidad de apelar a una riqueza extranjera? Tal como se piensa hoy en la sustitución de importaciones, habría que ir pensando a mediano y largo plazo en la sustitución –no hablo de desaparición– de las inversiones foráneas con el uso de inversiones nacionales siempre que fuere posible, sean estatales, de cooperativas o privadas.
La liebre salta entre nosotros por donde se esperaba, pero es necesario ir destronando la inquietud, porque es difícil que alguien pueda convertirse en rico vendiendo pizzas, chapisteando un carro o dando clases de inglés. Tal vez gane más que el médico, pero ese/a trabajador por cuenta propia, o pequeño empresario/a si fuere el caso, no es responsable del salario del médico o del maestro. Y si tiene una “paladar” y gana más, mucho más que el deportista o el ingeniero, no debe ser reprochado por ello. Si roba y se prueba el robo, para eso están las leyes, y si no es así y paga impuestos, ¿dónde está el pecado?
Yo sí creo que Jesús dijo aquello de que es más fácil ver pasar un camello por el ojo de una aguja que ver entrar un rico en el Reino de los cielos; pero no por creer esto estimo que sea imposible. Incluso puede que algunos ricos se adelanten a otros no tan ricos a gozar de la vida eterna. Después de todo, ni siquiera Jesús condenó al joven rico del evangelio y más bien nos permite concluir que se podría condenar a sí mismo por hacer de la riqueza lo más importante de su vida. El mal no está en la riqueza o en la pobreza, sino en el modo de vivir esas realidades, y en la honradez y la bondad que imprimamos a nuestras vidas, sea de ricos o de pobres. Si bien se pone en dudas el origen de muchas riquezas, no se debe dudar del buen origen de otras o del buen uso que le dan algunos dueños.
El término rico se refiere, en materia de economía personal, a alguien que tiene mucho dinero o muchos bienes. ¿Cómo poder medir esto? No es tan fácil si toda la supuesta riqueza no puede ser estimada, máxime en nuestra sociedad donde las irregularidades y el “resolver” se han convertido ya, prácticamente, en la regularidad, mientras determinados puestos laborales de influencia pueden incluir jugosas ventajas paralelas para quien no es cuentapropista. Dicho lo anterior, vale indicar ahora que el adjetivo rico ha adquirido en nuestro país una carga negativa inmerecida. El más mínimo indicio de apartamiento del patrón económico general, del estándar igualitarista bacteriano que hemos padecido, es decir que alguien pueda vivir por encima de la libreta de racionamiento, sea porque ingresa dos mil o diez mil pesos al mes, es para algunos un pecado social terrible, un vicio repugnante que merece el castigo o, cuando menos, la puesta en duda de la honradez de tal persona. No importa si cultiva con éxito sudoroso un campo de cebollas o una cría de cerdos, o si arriesgó sus ahorros en una inversión que satisface una demanda creciente, para el celoso “compañero”, el supuesto rico es un ciudadano peligroso, una amenaza para la sociedad, sin pensar que tal modo de concebir la naturaleza y comunidad humanas nos ha conducido precisamente al punto en que nos encontramos hoy.
Oponerse al “rico” solo porque es rico –aunque en realidad no sea tan rico o no se considere cómo alcanzó la “riqueza” o en qué la emplea– puede tener su origen en una convicción ideológica errada o simplemente en la envidia, entre otras causas, pero en la práctica tal oposición solo ofrece una alternativa: llevar al rico a la posición contraria a la que ocupa o impedir el surgimiento de un empresariado privado exitoso, y en esto no hay medias tintas, pues el antónimo de rico es pobre. Ergo, de alguna forma, al invocar el castigo o las sospechas sobre el nuevo rico, pudiéramos estar abogando, sin quererlo tal vez, por la primacía del pobre y la pobreza. Y, como queda demostrado, así no evitamos el robo, la riqueza ilegal de algunos y por tanto la desigualdad, aunque todos tengamos la misma libreta de racionamiento. De modo que la propuesta no debe ser castigar al exitoso y premiar al menos afortunado o incapaz, sino dar iguales oportunidades, y de eso sí hemos oído bastante. Basta cumplirlo al pie de la letra.
Como católico, no creo que “enriquecerse es glorioso” –idea esta atribuida al reformista chino Den Xiao Pin–, porque veo la gloria en una realidad trascendente a la nuestra, pero sí estimo que procurar con honradez y transparencia un país más rico es una necesidad en este mundo. Si hay condiciones y recursos para ello –tanto naturales como humanos– aspirar a menos es una muestra de mediocridad lamentable. Medidas que eviten el monopolio, y un justo sistema tributario, no están mal siempre que el Estado permita la igualdad de competencias; pero poner límites ideológicos a la capacidad e iniciativa individual es contraproducente para el verdadero progreso. Para que nuestro país sea más rico necesitamos crear riqueza, y esta no se crea solo con escuelas y hospitales, sino además con la capacidad de generarla aprovechando esa cultura e instrucción acumuladas en ciudadanos saludables, lo cual no está reñido con la soberanía, la independencia y la dignidad del país.
Ciertamente la generación de riquezas, y el surgimiento de nuevos “ricos”, puede representar un desafío de orden ético o legal diferente, pero la pobreza extendida no resulta menos desafiante o peligrosa para nuestra sociedad. Y la sociedad será más segura cuando los ciudadanos hayan alcanzado un nivel de vida acorde a sus posibilidades y aspiraciones sin perjuicio de otros. Cuba no debe darse más el lujo de resignarse a esperar solo préstamos o comprensión de los acreedores, abrirse exclusivamente a la inversión extranjera en detrimento de una potencial inversión nacional, o mirar con indiferencia cómo los cubanos buscan en el exterior la oportunidad de desarrollar los talentos que el propio país que los ayudó a adquirirlos les impide desplegar dentro de sus fronteras.
Los pasos dados hasta ahora y los enunciados en los Lineamientos, después de inevitables y duros reajustes iniciales nos pueden conducir por mejor camino. Mas llegará un momento en que la realidad imponga nuevas demandas a las que habrá que responder –como ahora– con decisión, como esta de acumular y reproducir mayor riqueza nacional. Quizás necesitemos entonces nuevos lineamientos o actualizaciones del modelo, y es muy probable que para ello necesitemos también una nueva y actualizada clase política movida por un sano orgullo nacional, apegada a la ley justa y sin miedo a la riqueza.